Había una vez un pingüino llamado Pedro que soñaba con volar. Cansado de caminar por la Antártida, decidió buscar la manera de cumplir su sueño. Un día, escuchó a un grupo de pelícanos discutiendo sobre sus aventuras en el aire.
Pedro se acercó a ellos y les dijo: "¡Hola! Soy Pedro y quiero volar como ustedes. ¿Me enseñarían?" Los pelícanos se miraron entre sí, sorprendidos por la solicitud del pingüino. Uno de ellos, llamado Pablo, decidió ayudar a Pedro a cumplir su sueño.
Así comenzaron las divertidas clases de vuelo. Pablo le explicaba a Pedro cómo extender sus alas y cómo moverlas con gracia para volar. El pingüino intentaba seguir cada instrucción pero siempre terminaba tropezando o dando vueltas en el aire.
A pesar de los constantes tropiezos, Pedro nunca se desanimaba. Seguía intentando una y otra vez, con una determinación increíble. Pablo, en cambio, no podía evitar reírse de las ocurrencias de Pedro cada vez que intentaba volar.
Un día, después de muchas lecciones y risas compartidas, Pedro finalmente logró despegar unos metros del suelo. Estaba volando por los aires, emocionado y lleno de alegría. Pero al darse cuenta de su logro, Pedro se distrajo y chocó contra un árbol.
Ambos cayeron al suelo, riendo a carcajadas. Pedro, aunque no fue un vuelo perfecto, se sentía orgulloso de sí mismo por haberlo intentado. Y Pablo, a pesar de las risas, admiraba la dedicación y perseverancia de Pedro.
Desde ese día, Pedro y Pablo se convirtieron en grandes amigos. Pedro no dejó de buscar maneras de volar, incluso intentando atarse globos a su cuerpo. Siempre inventando locuras, pero siempre con una sonrisa en su rostro.
Y así, aunque Pedro nunca logró volar como los pelícanos, su espíritu alegre y su amistad con Pablo le permitieron disfrutar de las alturas de una manera única. Juntos, crearon las anécdotas más divertidas y se convirtieron en la pareja más graciosa de la Antártida.
ESCRITOR :
Ricardo Matos Rodriguez
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